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El campanario románico de la iglesia de Sant Romà debería sobresalir por encima del agua. Pero este año ha llovido demasiado y, a pesar de que han abierto varias veces las compuertas, el Pantano de Sau está lleno hasta los topes y la iglesia, ahogada. Inaugurado en 1962, esta obra hidráulica almacena el agua del río Ter para que Barcelona –a poco más de una hora en coche– pueda beber. El pantano, además, separa dos subcomarcas de Osona: el valle de Sau, al sur, y el Collsacabra, situada al norte y encima de un altiplano que se eleva mil metros sobre el nivel del mar.
El altiplano se desploma sobre el valle en vertical, los Cingles –precipicios en catalán– de Tavertet son un paraíso para escaladores intrépidos, podrían haber servido de fondo de El caminante sobre el mar de nubes de Friedrich. Abajo se extiende el escarpado relieve que cubren los frondosos bosques del Parque Natural de les Guilleries. También desde aquí arriba se puede distinguir el pantano y Vilanova de Sau, un diminuto pueblo que, a diferencia de San Romà, no fue inundado y que servirá de punto de partida de una ruta circular alrededor del embalse.
Vilanova de Sau tiene dos calles y 120 habitantes. Es un pueblo remoto –la intrincada carretera se inauguró hace 60 años– y encantador. A principio de junio suele albergar una importante feria de hierbas medicinales y es que en el entorno se dan todo tipo de plantas que están ahí para quien sepa usarlas. Ahí también se dan corzos y jabalíes y es un buen lugar para criar cabras y corderos.
De esta despensa, y de su huerta, se alimenta el 'Ferrer de Tall' (Recomendado Guía Repsol), un restaurante donde los lugareños suelen desayunar. Hace tres años, Lidia Montgay, propietaria, fichó a Maria Nicolau, cocinera, para que actualizara su carta. El reto consistió en profesionalizar sin perder el calor de un negocio popular –la parroquia no hubiera perdonado–. María salió de ese brete con buena nota: puso al día procesos y técnicas del recetario de la familia Montgay –guisos como el cap i pota están presentes en el desayuno– y mantuvo el sabor de aquellos fogones que encendió la abuela de Lidia. Además, añadió algunos platos: como sus personales versiones de la porchetta y de la ratatouille, la sabrosa fondue con hinojo o el pollo relleno de orejones. La brasa, por supuesto, es incuestionable.
El otro restaurante del pueblo es 'El Canari: la cuina de la Cèlia', aunque la palabra restaurante no termina de encajar aquí. 'El Canari' es, más bien, la casa de Jaume Vilageliu y Cèlia Parera, matrimonio que regenta este establecimiento desde 1998. Su filosofía es distinta ala del 'Ferrer': el producto llega de cualquier rincón de España. Pescado y marisco gallegos y gaditanos, espárragos de Tudela de Duero, guisantes del Maresme, pastel ruso de la pastelería 'Ascaso' (Huesca)… Cada receta lleva un sofrito y un fondo específicos y sirven un máximo de 24 comensales por día. Cèlia y Jaume se mantienen fieles a una forma de enfocar el negocio que les hace pequeños y exquisitos. Los guisos de Cèlia son, por lo tanto, irrepetibles y la atención de Jaume en la sala es tan tronante como erudita.
Un poco más allá está la iglesia y un parque infantil, con un verde prado que invita a reposar el ágape antes de continuar hacia el pantano. La enorme extensión de agua encastrada entre riscos merece una visita aunque solo sea para relajar la vista y si uno tiene afición a los deportes acuáticos, puede practicarlos en el 'Club Nàutic Vic Sau' o en 'Mosenpark'.
Cruzado el pantano, una carretera forestal sinuosa y de un solo carril, asciende a través de espesos bosques hasta llegar a Rupit i Pruit, dos hermosos pueblos de Collsacabra que se deben visitar de lunes a jueves, antes de que los autobuses repletos de turistas anulen su encanto. Hay que comprar embutidos, cruzar el puente colgante de madera, fotografiar la cascada, santiguarse en las iglesias románicas y, a continuación, seguir ascendiendo hacia los Cingles de Tavertet. Dejaremos atrás las casas señoriales que hace un milenio dominaron estas tierras y a medida que la geografía se allane veremos vacas y caballos alimentándose en los pastos.
Antes de media hora habremos llegado al siguiente y penúltimo hito de esta ruta. Tavertet es un pueblo impecable –todo está en su lugar–, puesto en lo alto del altiplano y asomado al abismo. La alta densidad de casas rurales y el parking de la entrada sugieren que, también aquí, el turismo hace estragos y genera beneficios. No es de extrañar, las vistas desde lo alto son inmensas y la naturaleza, exageradamente bucólica. Por si fuera poco, aquí tiene su restaurante insignia Jordi Coromina, un cocinero contenido –destila filosofía nórdica y japonesa– y atrevido –su restaurante 'L’Horta' (Recomendado Guía Repsol) es una oda a los vegetales en la comarca más porcina de Cataluña–. Ofrece un menú degustación por 56 euros basado en lo que él y su familia cultivan y cosechan en su huerta, con guiños a la carne, e invita a acompañarlo con una excelente selección de vinos naturales. Se atreve con los contrastes agridulces, con los sabores neutros y respeta escrupulosamente la temporalidad. Su cocina única y minimalista reinventa el territorio.
A muy pocos kilómetros de Tavertet se encuentra Cantonigròs, otro precioso y mínimo pueblo, pero que comparado con Tavertet parece una metrópoli. Aquí terminará la ruta cuando hayamos recorrido los senderos o coronado los más de 1.300 metros de la Sierra de Cabrera. En esta región no se puede llegar más cerca del cielo. En Cantonigròs nos esperan Ignasi Camps y Laia Cano. La pareja regenta el restaurante 'Ca l’Ignasi' desde hace 13 años. Él se encarga de poner Collsacabra en el plato mediante un arte culinario basado en el producto de proximidad y un fascinante horno de leña de suela giratoria. Ella atiende la sala y se encarga de llenar las copas con una esmerada y extensa carta de vinos naturales. La carta es contundente y sabrosa, el ingrediente principal de cada plato lleva el nombre y apellido de su productor.
Estamos en uno de los restaurantes pioneros del kilómetro cero en Cataluña y aquí se maneja un recetario ilustrado. Lo advierte una biblioteca con más de 2.000 raros volúmenes sobre cocina. Por cierto, desde hace muy poco, la noche antes de abandonar estas tierras y volver a nuestra casa, podremos tomar una copa de vino en la taberna que Laia e Ignasi acaban de inaugurar. Es un bar à vins rural, con una terraza desde la que se puede contemplar las estrellas que, desde aquí arriba, se ven mucho más grandes y brillantes.