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Dicen de ella que es la isla blanca, pero al llegar el verano, Ibiza se viste de colores y enseña su cara más festiva. Los beach clubs pinchan música electrónica, las calas hippies bailan al ritmo de los tambores y las playas de arena blanca se convierten en un mosaico colorido a vista de pájaro, lleno de sombrillas, toallas y flotadores.
Sin embargo hay aún litorales de costa donde el único sonido es el batir de las olas. La compleja orografía de la isla regala a los que quieran aventurarse recovecos y rincones escondidos. Los lugareños atesoran estas localizaciones como un secreto inenarrable, como una receta familiar que pasa solo a oídos de los más allegados.
No exageramos si decimos que es uno de los rincones más mágicos de Ibiza. Su escasa señalización (pertenece al municipio de Sant Antoni de Portmany y es mejor guiarse por los grafitis y no por las señales de tráfico) la ha relegado a los márgenes de la ruta más turística. Por desgracia, en los últimos años los visitantes de la vecina San Antonio se han animado a frecuentarla, rompiendo parcialmente la paz que siempre ha reinado en este espacio salvaje.
Está compuesta por unos 150 metros de roca lisa, que en ocasiones forma pequeñas terrazas donde es fácil plantar la toalla. Esto hace que sea sencillo encontrar un espacio íntimo y la convierte en un lugar ideal para practicar el nudismo. Aunque su costa no esté muy llena, sus aguas están siempre a reventar.
Peces de todos los tamaños y colores pululan por su fondo así que, puedes dejarte el bañador en casa, pero las gafas y el tubo son imprescindibles. La pequeña cueva natural que se forma en la pared de su acantilado ha ofrecido refugio a hippies trasnochados desde hace años, aunque las continuas redadas policiales hacen que los inquilinos vayan variando a lo largo de la temporada.
Lo que permanece inalterable es la pequeña estatua de Buda que flanquea la entrada a la cueva, a la que los turistas hacen ofrendas en forma de monedas, poemas y pulseras. Con tantos atractivos es normal que el visitante alargue su estancia hasta bien entrada la tarde. Es este el momento en el que Punta Galera despliega su encanto de forma más brutal. Sin más banda sonora que el sonido del mar, el atardecer en este rincón es uno de los más codiciados de Ibiza.
El pasado pesquero de Ibiza regala imágenes de postal. Es normal encontrarse con playas salpicadas de casetas varadero (los llamados escars), pero este no es el caso de Sa Figuera Borda (municipio de Sant Josep de Sa Talaia), que más que una cala con casetas puede considerarse unas casetas reconvertidas en cala. Un acantilado perforado ofrecía el cobijo perfecto para los pescadores, así que estos tallaron unas escaleras sobre la roca y construyeron unas pequeñas casetas en el interior de su profundo agujero.
Son apenas 15 metros de litoral, pero su visita es obligada, sino para pasar el día, al menos para admirarla brevemente. La posibilidad de ver el mar por los dos extremos de la cueva y sus cristalinas, y casi siempre solitarias aguas son un reclamo más que suficiente para huír de las vecinas Platges de Comte.
Para llegar hay que seguir las indicaciones para estas playas, adentrarse en el bosque que se utiliza como parking y continuar recto, desfilando entre las lujosas mansiones que salpican la costa y que han hurtado a los bañistas pequeñas calas en las que también es posible entrar. Después de dejar atrás las mansiones se encuentra una amplia explanada que finaliza abruptamente en un acantilado.
Lo mejor es dejar el coche aquí y continuar hasta el extremo norte de la plataforma, donde un pequeño palo de madera sirve de guía y avisa al explorador intrépido del inicio de las escaleras. Cuentan en los mentideros de Ibiza que las noches de luna llena de julio y agosto esta cala sirve de improvisado escenario para fiestas desmadradas, pero esto depende del tiempo, la conjunción de los planetas y la presencia policial en la zona.
Cuatro columnas de piedra rompen el horizonte marino desde la playa de Es niu de s’Àguila (Sant Josep de Sa Talaia). La más alta de todas ellas albergaba, hace años, el nido de un águila imponente. Eso es lo que cuenta la leyenda, y la verdad que es fácil creer en ella (y en la magia, los cuentos, incluso en las hadas) cuando uno llega a esta solitaria playa. Conseguirlo no será fácil: está mal señalizada, son 15 minutos de caminata bordeando acantilados y en nuestro camino un par de guardias intentarán convencernos de que se trata de una playa privada. Todas estas dificultades (que merecen ser sorteadas) hacen de este un escondrijo solitario y tranquilo.
La verdad es que esta pequeña cala de cantos ha estado siempre rodeada de polémica. Las mansiones colindantes intentaron cerrar su acceso, pero la ley de costas les obliga a abrirlo a cualquier visitante. Después empezaron a construir un embarcadero, un porche y un cenador. Solo unas pequeñas pasarelas de madera han sobrevivido a aquel despropósito, y la verdad es que le dan cierto encanto. Para acceder a la playa, con parada obligatoria en el cercano y encantador pueblo de Es Cubells, lo mejor es acercarse al restaurante 'Ses Boques', lo que nos ahorrará desagradables encuentros con los propietarios de las casas y un buen trecho de camino.
Volvemos a estar a vueltas con la dicotomía público privada de la playa. A principios de 2017 varios vecinos de la zona instalaron una concertina para evitar el paso a los visitantes a Porroig, pero el desaguisado fue rápidamente corregido por la Administración. Lo que sí permite la ley es la propiedad de las casetas varadero, que en el caso de esta cala se suceden sin solución de continuidad.
Por ello es aconsejable acudir a aquí entre semana, cuando la tranquilidad es total, y evitar los fines de semana, momento en el que los ibicencos ocupan sus casetas para disfrutar de un día de playa sin la presencia de turistas. En caso de necesidad, en la misma bahía hay varios recovecos pequeños, con diminutas calas muy agradables. Para llegar hasta a ellas hay que aventurarse a explorar los pequeños caminos que surgen de la playa.
Dista mucho de ser una playa secreta, de hecho es una de las más famosas de Ibiza, pero su gran tamaño (más de un kilómetro de largo y unos 30 metros de ancho) y su reducido parking la convierten en un oasis de tranquilidad incluso en los meses más concurridos. Fue una de las primeras playas nudistas de España, y su ambiente, sobre todo en el extremo sur, es eminentemente gay. A la zona norte se accede por un estrecho camino que parece flotar entre los estanques salineros. Es aquí donde se encuentra el parking, solo apto para los más madrugadores.
También hay aquí dos locales, 'La Escollera' y 'El Chiringuito', que atraen cada año a los VIPs de la isla. Pero no te dejes cegar por los flashes, lo mejor de esta playa se encuentra en su zona centro. Unas pronunciadas dunas a la espalda y un mar turquesa al frente, rematado con vistas a Formentera, son los mejores ingredientes de esta playa de arena. Lo mejor, para solucionar los problemas de aparcamiento, es dejar el coche en la vecina y concurrida playa de Ses Salines y adentrarse en el bosque en busca de la costa opuesta. Es un paseo de unos 20 minutos a la sombra de pinos y sabinas, con atractivos añadidos como la Torre de defensa de Ses Portes y alguna cala aislada, más atractiva para hacer fotos que para bañarse.